Hace décadas, muchas décadas, el entrenador de fútbol americano Vince Lombardi aseguró que “el compromiso individual con el esfuerzo colectivo asegura el buen funcionamiento de un equipo”.
Esa frase se adapta como un guante a la filosofía de la modesta Universidad de Butler, un centro educativo mediano que ha sido capaz de entrar este año por la puerta grande en la Final Four de la NCAA, la liga colegial de Estados Unidos.
Jamás Butler había alcanzado logro tan sobresaliente. Ver a los Bulldogs, que así se les llama, junto a Duke, por ejemplo, (una universidad con alumnos procedentes de casi un centenar de países, que llega a su decimoquinta Final a Cuatro y atesora 3 títulos) causa vértigo.
Lo de Butler se amolda más a la tópica historia de pez pequeño que se come al grande, del David que se enfrenta a Goliat. Es una historia de modestia, trabajo colectivo bien hecho, sacrificio, testarudez y horizonte de largo recorrido. Pero también de calidad en la sombra.
Porque esta universidad creada en 1855 en Indianápolis, capital de uno de los estados con mayor tradición baloncestística del país, apenas cuenta con 4.500 estudiantes y nunca ha dado un Premio Nobel. Lo más, algún senador, algún gobernador, algún miembro de la farándula o algún piloto de carreras de cierto prestigio. Nadie que haya conseguido atravesar las fronteras de Estados Unidos, nadie que haya pasado a la historia.
Si ustedes escriben en el buscador de google “universidad de butler wikipedia” verán que en castellano este centro universitario resulta esquivo. Primero verán a Caron Butler, jugador de la NBA, la segunda entrada será... y en la primera página ni rastro de nuestro objetivo.
En su campus, como a lo largo de todos los Estados Unidos, resuenan las fraternidades que se han hecho famosas en el exterior por el cine, que si los Sigma Chi o los Sigma Nu, vaya usted a saber, pero por él sólo han paseado con sus libros 7 jugadores que fueron drafteados por la NBA, de los cuales 3 llegaron a jugar en la mejor liga del mundo. Nadie recuerda sus nombres.
Milagro en Milán
Estos días se habla bastante de Butler porque se recuerda que en su pabellón, el histórico Hinkle Fieldhouse (una vieja nave de ladrillo rojo que llegó a ser el pabellón más grande del país), se vivió una de las grandes hazañas del baloncesto americano, una de esas proezas de peces pequeños y davides como la que nos ocupa. Sucedió allá por los años 50, cuando una pequeña escuela ganó el campeonato estatal de Indiana, hecho que quedó inmortalizado en la película “Hoosiers”.
Ahora, los nuevos Hoosiers, no tan modestos como aquellos pero igual de discretos en sus aspiraciones iniciales, aparecen este fin de semana en su propia casa para aspirar al título de la NCAA, palabras mayores. Jugarán a apenas 5 millas de distancia de su campus, tendrán el calor del público, pero nadie podrá decepcionarse si no ganan. Porque su victoria ha sido llegar a la Final a Cuatro.
Lo han hecho de la mano de un entrenador que parece un jugador por su juventud. Hasta en eso son atípicos, rodeados de 3 rivales con 3 técnicos muy experimentados. Y lo han hecho tras ganar sus últimos 24 partidos. Ahí es nada.
Brad Stevens, que así se llama su entrenador, no es Mike Krzyzewski (técnico de Duke), ni Tom Izzo (Michigan State), ni siquiera Bob Huggins (West Virginia), los 3 entrenadores que estarán también en la Final Four de Indy.
Estamos hablando de pesos pesados del baloncesto estadounidense, sobre todo, claro está, los 2 primeros. Coach K acumula 28 años en el banquillo de Duke, se acerca a las 900 victorias en la NCAA y su prestigio es tal que es el seleccionador de Estados Unidos, con la que se colgó la medalla de oro en la Olimpiada de Pekín; Tom Izzo ha llegado 7 veces a la Final Four entre 1999 y 2009 y esta año vuelve a hacerlo. Ambos acumulan 4 títulos.
Mientras, Brad Stevens es un chico de 33 años, un joven apuesto, aplicado, con pinta de hijo ideal que no ha roto un plato en su vida. Un 'chaval', como el que dice, que ya era asistente con veintipocos y que en 2007 se hizo con las riendas del equipo. Desde entonces, ha ganado el 86% de los partidos que ha dirigido a Butler. Una locura.
Un trabajo de todos
Para cumplir sueños de cenicientas uno tiene que trabajar. Lo demás es tontería. A ello se aplicaron hace años en esta modesta universidad de Butler con un ambicioso programa de baloncesto que parecía ir de puntillas, como una amenaza silente, hasta alcanzar el grado de perfección actual. Porque, hoy por hoy, Butler ya es una referencia entre las universidades medianas de Estados Unidos y el gran ogro de su conferencia, la Horizon League, que ha ganado ya 6 veces.
Sin ir más lejos, esta temporada el ogro ha sido tal entre los de su entorno, que el balance de los Bulldogs con los equipos de su conferencia es de 18-0.
Pero nada habría sido posible sin los jugadores. Y esta vez Butler tiene un chaval que puede llegar lejos. Es un chico blanco, espigado y maravillosamente polivalente llamado Gordon Hayward. Un chaval de 2,06 que lo mismo anota que rebotea que se queda con el balón y ejerce con criterio de base a pesar de su envergadura. También tienen a Shelvin Mack o a Matt Howard, pero Hayward es una excepción baloncestística en la historia de esta universidad, creanme.
En unas horas, todos ellos, Hayward, Mack, Stevens... se encontrarán de cara con la historia. Puede que su papel en la Final Four no deje huella, pero ya la habrán dejado por haber llegado aquí. No tienen nada que perder aún siendo los locales. Y pueden revolucionar el baloncesto universitario con solo ir andando de su campus al pabellón donde se juega la Final Four 2010. Un paseo ligero para el que los Bulldogs han tenido que dar muchas pero que muchas vueltas durante años.