De un tiempo a esta parte, la NBA y los medios que la cubren se han llenado de diatribas contra lo que en los Estados Unidos denominan ‘flopping’, la simulación de toda la vida, apuntando a su auge como uno de los principales males que afligen al juego.
La corriente que podríamos denominar ‘anti-flopping’ ha adquirido tal fuerza últimamente que la liga se está planteando establecer sanciones a posteriori, vídeo en mano, contra los jugadores acusados de simular, algo que, de llevarse a cabo, promete convertirse en una auténtica caza de brujas generadora de polémica día sí, día también. Y es que habría mucho que discutir sobre el tema.
En primer lugar, la propia noción del ‘flopping’, extendida por los abusadores del término más allá de lo que es puramente simulación, es decir, engañar al árbitro aparentando un contacto donde no lo hay, para incluir también, sin nada que lo justifique, la exageración de contactos que no sólo existen, sino que en muchos casos son claras faltas ateniéndose al reglamento e independientemente de los mayores o menores aspavientos del jugador objeto de la misma.
Defendiendo la falta de recursos técnicos
Claman en voz más alta los que se consideran defensores de la pureza del juego cuando la acción que se discute genera una falta en ataque, dejando en un segundo plano que las simulaciones de los atacantes vienen a darse con parecida frecuencia, y tratando de rebajar en ocasiones a la categoría de antideportiva la táctica del defensor que busca la falta del rival.
Una táctica tan legal como otra cualquiera, que exige habilidad por parte de un defensor que corre el riesgo de terminar por ser el castigado y cuyos principales damnificados son jugadores con escasa habilidad de pies o manejo del balón o aquellos dados a entrar en la pintura como elefante en cacharrería. Dos subespecies de jugadores, convertidas en ciertos individuos en una única ‘superespecie’, a las que ni las reglas ni los amantes del buen baloncesto deberían otorgar en ningún caso protección.
Trasciende también de los argumentos de este sector, una cierta concepción del baloncesto que entraría bajo esa arcaica y manida definición de “juego de hombres”, concepción según la cual, al parecer, uno debe aceptar que un rival que pesa 20 kilos más le meta a base de empujones debajo de canasta dada su nula capacidad para sortear al rival por arriba, falta de tiro, o por los lados, falta de pies. Es decir, de nuevo el premio para el jugador menos técnico.
Suelen ser estos mismos “defensores de la pureza” los que, en muchas ocasiones, prefieren mirar para otro lado cuando alguno de esos portentos físicos existentes en la liga ejecuta un mate espectacular tras dar 4 pasos, pivotar aflamencadamente con los dos pies o apartar a su defensor con el brazo, jugadas bastante más habituales que las simulaciones flagrantes y bastante más dañinas para el equilibrio del juego. Se vuelve aquí a premiar la falta de técnica porque lo importante es tener un póster bonito.
Ni tan malo, ni llegado de fuera
Ocurre también que hasta hace poco, para todos estos ‘falsos puristas’ la simulación era, como suelen serlo casi todos los males, algo llegado de fuera, traído por los jugadores argentinos y europeos. Esos mismos a los que con cierta frecuencia se suele acusar de “falta de hombría” porque no entienden el baloncesto como ‘bailar pogo’ con un balón de por medio.
Ahora ya no. Ahora algunos se han dado cuenta de que la simulación es tan antigua como el juego y que la diferencia es que antes no había tantos contactos defensivos, ni tantas cámaras, tantas repeticiones y desde tantos ángulos para dejar al descubierto al simulador. Y lo que es peor, se han dado cuenta, de que el mal estaba en casa y de que afecta a muchas de las más destacadas estrellas estadounidenses -LeBron, Wade, Paul o ‘tipos duros’ como Blake Griffin o Reggie Evans tienen sus mejores ‘actuaciones’ colgadas en la red-.
Así que tal vez lo mejor sería dejar las cosas como están y no tratar de rearbitrar los partidos más de lo necesario o se corre el riesgo de crear un problema mayor, extendido en el tiempo más allá de los 48 minutos reglamentarios. En realidad, el problema es menos grave de lo que algunos pretenden hacer ver e inevitable en un juego de contacto como el básquet moderno.
Tal vez la solución más simple sea mejorar la calidad de los arbitrajes y dejar que, en todo caso, sea la red, los aficionados, quienes denuncien a los simuladores, ya lo hacen, hasta que su fama les preceda. Quizá será entonces cuando empiecen a sufrir las consecuencias sobre la pista, cuando los árbitros dejen de confiar en sus gestos a la hora de señalar las faltas, cuando les venga a la memoria aquel pastorcillo al que le gustaba llamar la atención gritando ¡que viene el lobo! Y si no es así, tampoco pasará nada.