“¿Cómo se ve la vida desde los 2,30?”, le preguntaron un día en una entrevista a Jorge ‘El Gigante’ González. “Es difícil porque este mundo no está hecho para un hombre de 2 metros y casi 32 centímetros. Yo tengo que armar mi propio mundo, mi propia cama, mi inodoro; todo el techo tiene que ser alto. Yo tengo que armar mi mundo”, aseguró el ex baloncestista argentino, caído ya en desgracia para entonces.
Pocas vidas resumen de un modo más preciso cómo una virtud o un defecto físico, depende de cómo se mire, te lo puede dar todo y también te lo puede quitar.
Jorge González fue el primer jugador argentino que fue seleccionado por la NBA. Lo fue en 1988 en la posición 54 por los Atlanta Hawks y aunque nunca llegó a jugar en el equipo liderado por Dominique Wilkins, esa elección fue el pasaporte para su fama y grandeza en los Estados Unidos.
El éxito de un gigante sin vocación
Pero vayamos por partes. Jorge había nacido en 1966 en El Colorado, un pueblo de la región de Formosa a más de mil kilómetros de Buenos Aires, en el seno de una familia muy humilde. Un buen día, cuando contaba 16 años y ya medía 2,18 y calzaba un 56, alguien le descubrió por casualidad y le propuso jugar al baloncesto y hacia esos derroteros se encaminó el gigante sin vocación alguna, como si jugar al baloncesto fuera un trabajo más.
Jugó en varios equipos nacionales y accedió a la selección argentina de la mano del mítico León Najnudel. Siete años vistió la albiceleste.
Corría la Navidad de 1987 cuando Jorge disputó con la selección el Torneo de Navidad del Real Madrid. En la capital de España tuvo que pasar la Nochebuena de aquel año en lo que fueron, según sus palabras, las mejores navidades de su vida. Allí fue donde Richard Kane, cazatalentos de los Atlanta Hawks, descubrió aquella mole inmensa de 2,30 y 180 kilos de peso. Un descubrimiento que le llevó al draft de la NBA.
González no paraba de crecer. Su crecimiento constante también incluía sus pies. Ello le acarreó grandes problemas para calzar zapatillas, por lo que usaba en el día a día sandalias de cuero hechas a mano. Sin embargo, su llegada al estrellato hizo que hasta Adidas se fijara en él, fabricándole un modelo Top Ten High en cuero flor y suela de goma con una horma especial.
A pesar de contar con cierta agilidad para su mastodóntica presencia, González era demasiado lento para los cánones de la NBA de finales de los 80. Eso unido a su extrema corpulencia le impidió jugar con los Halcones, pero también eso fue el inicio de una exitosa carrera en Estados Unidos.
La cadena televisa TNT se fijó en él y Jorge se convirtió en una leyenda del ‘pressing catch’. En los siguientes años firmó alrededor de 1.400 peleas con la WWE (World Championship Wrestling), peleas que le llevaron a recorrer todo el país y otras treinta naciones más del orbe planetario. En 1990 firmó un estratosférico contrato de tres años a razón de 150.000,. 225.000 y 350.000 dólares por temporada. Fueron años dorados, tiempo de Cadillacs y Ferraris, de grandes estrellas, mujeres esculturales... la vida a todo trapo: cine, series de televisión, aparición en la archiconocida “Los vigilantes de la playa” mano a mano con David Hasselhoff... Y después llegó el vacío.
El final de un sueño
Tuvo que dejarlo por graves problemas físicos y regresó a su casa, a El Colorado, con suficientes ahorros para mantener a su familia, que nunca abandonó su pueblo. Pero sus problemas físicos se hicieron cada día más y más insalvables.
Ya con treinta y tantos años se le diagnosticó la enfermedad que siempre había tenido: la gigantodromegalia o gigantismo. Su crecimiento jamás se detuvo y con él llegaron otras muchas dolencias, incluida la diabetes.
Solo, olvidado, sin dinero, sin poder levantarse de una cama estaba “El Gigante” cuando algunos artículos periodísticos le sacaron del ostracismo.
Un gigante enfermo sin suerte. Jorge González no tuvo ningún ángel de la guardia como tuvo en su día el gran Manute Bol, que tras casi perder la vida en Sudán y luego en un accidente de taxi en Estados Unidos encontró la mano milagrosa de su amigo del alma Chris Mullin.
No fue ésta la suerte del gigante de Formosa. En una entrevista concedida al diario Clarín, el otrora pivot de baloncesto alimentaba sueños muy distintos a los de antaño. Ahora se conformaba con tener insulina a mano y poder adquirir una computadora, que meses más tarde pudo tener.
Sin trabajar desde 1995, postrado en la cama por su enfermedad, sin sentir las piernas, con 25 puntos en una de sus rodillas como prueba fidedigna de una vieja operación, el gigante bueno, el Goliat argentino, camina a regañadientes y ve partidos de baloncesto por la televisión de cable, abrazando el deporte que en principio fue trabajo y después pasión, en su destartalada casa de El Colorado, entre muebles de una magnitud casi imposible, rodeado de recuerdos y de sus seres más queridos.