Pau vence al dragón
El pívot español se hace aún más grande tras la victoria ante los Celtics
Al modo de las leyendas medievales, Pau Gasol pasó anoche la prueba que le permitirá ser armado caballero de una vez por todas y callar las bocas de los que a estas alturas, pocos ya, todavía ponen en duda la capacidad del español para llevar a un equipo a la victoria.
Porque fue Pau el hombre del partido, el jugador que más luchó, que más peleó, que mejores decisiones tomó en los momentos finales y quien lideró al equipo en un tremendo último cuarto, 9 puntos y 6 rebotes, para llevar a los Lakers a su segundo anillo consecutivo. Y eso a pesar de tener que pegarse toda la noche con una defensa que habrá dejado marca en un cuerpo ya dolorido que tendrá la victoria como mejor analgésico.
Otros contribuyeron, sin duda, pero fue él quien, como el Sant Jordi de su tierra natal, clavó la espada en el pecho del terrible monstruo verde encarnado por los Celtics para arrancarle el corazón cuando los Lakers a punto estaban de agonizar en el combate. Porque lo de la pasada noche fue, por momentos, más un combate que un partido de baloncesto y eso nos debería hacer reflexionar.
Un partido que no entró por los ojos
El partido fue feo, digámoslo claramente, sólo la emoción y la intensidad nos hicieron olvidar en el directo esa falta de belleza, pero la estética fue la gran víctima de éste encuentro definitivo. Apenas hubo espacio, entre tanto cuerpo amontonado y enzarzado en un continuo cuerpo a cuerpo, para las jugadas espectaculares o los pases inspirados.
Fue una muestra más del peligroso camino por el que parece arrastrarse el baloncesto en la NBA durante los últimos años con el cada vez mayor predominio del físico sobre las habilidades, de la testosterona y el músculo sobre la inteligencia, de las embestidas de toros golpeando sus testuces sobre el juego coral y la armonía colectiva.
Algo está haciendo mal la NBA cuando se ha hablado tanto de la dureza o no dureza de Gasol, de quién es el más ‘machito’, de quién tiene las gónadas más hipertrofiadas, reconvirtiendo el juego en una especie de lucha de gallos de corral. Un poco de testosterona siempre está bien, pero algo huele rancio, muy rancio, cuando no parece demandarse otra cosa en el juego y desde muchos púlpitos se desprecia la enorme calidad de algunos jugadores por no disfrutar con el cuerpo a cuerpo.
La pérdida de los fundamentos
La NBA y sus arbitrajes tienen una buena parte de culpa en todo esto por su enorme permisividad con determinado tipo de juego. Si se pitasen todos los pasos que se hacen, incluso con la ya de por sí permisiva regla NBA, si se cortasen las perennes defensas con las manos de algunos jugadores, los agarrones reiterados de otros en el poste y los bloqueos, si se castigasen como la falta de ataque que son en muchos casos las embestidas para entrar a canasta de otro puñado de ellos, tendríamos un juego muy diferente, mucho menos espeso, en el que la belleza podría abrirse paso.
No parece que haya intención en la liga de cambiar los actuales derroteros que han convertido en megaestrellas a los hipermusculados LeBron James y Dwight Howard, con un repertorio ofensivo mucho menor que otros rivales en su posición, y el meterla para abajo en la máxima expresión de un baloncesto cada vez más simple y rudimentario.
De seguir este camino, la liga se llenará, ya se está llenando, de gente que bota como Ron Artest o lanza como Ben Wallace o el propio Howard, que igual les da tirar una pelota que un melón o un saco de ladrillos. Y al que no le guste, no tendrá otro remedio que tirar de sus viejas cintas VHS.
Por todo eso, esta final ha de servir para reivindicar a jugadores como Gasol, como Bryant, como muchos otros todavía, afortunadamente, –citemos a Ray Allen en el bando céltico- que hacen de la técnica y de la elegancia, de las cosas realmente difíciles que requieren talento además de un continuo trabajo, su razón de ser, aunque para ganar, se vean obligados a jugar a otra cosa. Una pena.